La Mallorquina y El Riojano están muy cerca, en la calle Mayor de Madrid, números 2 y 10. El Riojano es más antiguo, fue fundado en 1855 por Dámaso Maza, natural de un pueblo de la sierra de Cameros en La Rioja. Maza llegó a ser el pastelero oficial de la tatarabuela del actual monarca, la reina María Cristina. El local es pequeño, pero la decoración es apabullante: mostradores y vitrinas de caoba bruñida de Cuba, lámparas de cristal tallado, estatuas de mármol de Carrara y estucados en el techo. También tienen unas palmeras de chocolate que quitan el sentío. Al fondo hay un salón de té, como en el caso de La Mallorquina, algo más reciente (1894) y fundada por el mallorquín Juan Ripoll entre otros. Durante años sirvieron especialidades de la isla, aunque eso se fue diluyendo con los años, y actualmente, como El Riojano, es un muestrario completo de la insólitamente potente confitería a la madrileña.
Sorprende ver en los escaparates, a finales de la segunda década del siglo XXI, dulces de temporada como los huesos de santo, buñuelos, rosquillas tontas, listas y de Santa Clara, torrijas, bartolillos, roscones, etc., restos de un mundo donde el azúcar era más escaso y apreciado que hoy, y se comía con solemnidad hasta un total de no más de cinco o seis kilos por persona al año, diez veces menos que en la actual Era de la Diabetes. Sorprende también ver la cantidad de personas que trabajan de firme, y en buena armonía, en los dos establecimientos. Lejos de estar en decadencia, están siempre llenos de clientela, y en los días y horas puntas hay que esperar un buen rato para ser atendido.
El escaparate del Riojano es muy pequeño, minimalista, pero los escaparates de La Mallorquina ocupan todo el esquinazo del edificio y son un muestrario de lo más opulento de toda clase de repostería: tartas de todas clases, bollería fina, ensaimadas, pasteles de chocolate, hojaldres de crema y nata, bayonesas, rosquillas, etc., etc. Todo atiborrado de azúcar, mantequilla y otras grasas, sin trampa ni cartón. Es exactamente lo contrario de la bollería y galletería industrial «saludables», que intentan ocultar y disfrazar su contenido en azúcar y lípidos, y terminan por vendernos mixturas de sucedáneos endulzantes y aceite de palma desnaturalizado, adobadas con gran cantidad de aditivos y texturizantes. Si te apetece un dulce, no te prives: olvídate de la oferta industrial y vete a una buena pastelería.