En nuestro día a día, consciente o inconscientemente, interaccionamos con un montón de sustancias químicas presentes en productos de limpieza, higiene, botellas de agua, el aire que respiramos… Pero no por esto hay que alarmarse, la mayor parte de los químicos que nos rodean son seguros y nos ayudan a tener una vida mejor, aunque como con todo, hay excepciones como los llamados disruptores endocrinos u hormonales.
Estas sustancias químicas interfieren con el funcionamiento normal del cuerpo (tanto humano como de animales) ya que su estructura es similar a la de algunas hormonas, como los estrógenos o andrógenos, lo que tiene efectos negativos para la salud: el cuerpo identifica estas sustancias como hormonas, lo que les permite actuar como “llaves” y abrir las puertas a procesos o respuestas que no deberían producirse. Así estos compuestos pueden ser responsables de alteraciones en la reproducción, disminución de la fertilidad, mayor incidencia de endometriosis o el desarrollo de algunos tipos de cánceres relacionados con hormonas.
Dentro de la caja llamada “disruptores endocrinos” encontramos un gran rango de sustancias (tanto de origen natural como artificial) como son las dioxinas, ftalatos, bisfenilos policlorados, bisfenol A o pesticidas, como el famoso DDT.
Si tomamos las dioxinas como ejemplo, las cuales son el resultado de algunos procesos de combustión, es inevitable que nos venga a la mente una pregunta: ¿qué tiene que ver todo este rollo con la alimentación?
Tras la emisión de las dioxinas estas se depositan en el suelo, plantas o agua, entrando así en la cadena alimentaria. Por norma general cuando estas sustancias entran dentro del cuerpo no se llevan bien con el agua y tienden a acumularse en los tejidos grasos, perpetuando así su presencia en la cadena alimentaria y asegurándose su llegada a los consumidores máximos, los humanos. Así se explica que la entrada de dioxinas en humanos a través del alimento sea entre el 80 y el 95% del total, mientras que la exposición como consecuencia de inhalaciones y penetración cutánea represente menos del 10%.
En el caso de otros compuestos como los ftalatos o el bisfenol A (BPA), que son utilizados para la fabricación de plásticos, su importancia para la alimentación se debe a que gran parte de la comida que compramos viene envasada en envoltorios plásticos y estos elementos pueden migrar con facilidad al alimento.
Aunque puede resultar alarmante por las consecuencias que podrían tener sobre nuestro cuerpo estos compuestos, la Unión Europea lleva un estricto control sobre el uso de los disruptores endocrinos, por ejemplo en el caso del Bisfenol A en una directiva de 2011 se prohibió su uso para la fabricación de biberones de plástico para lactantes, y se lleva a cabo una constante actualización de la Lista de Autorizados.
Además los residuos de compuestos considerados disruptores endocrinos que pueden encontrarse en productos alimenticios, en general, no exceden a 1 mg/kg de alimento (aunque esta proporción puede aumentar en alimentos grasos como la leche).
Aun así no podemos ignorar su existencia y podemos intentar disminuir nuestra exposición a estos compuestos cambiando algunos de nuestros hábitos de consumo.
La primera recomendación, y más obvia, es evitar los alimentos en contacto con plástico o en latas en la medida de lo posible, buscando estos mismos alimentos en envases de cristal. En el caso de carnes, embutidos, quesos y pescados, los podemos encontrar envueltos en papel en la mayoría de carnicerías y pescaderías o en mercados.
Sustituir las botellas de agua de un solo uso por botellas reutilizables metálicas o de cristal es otra de las medidas que podemos adoptar para reducir nuestra exposición a disruptores endocrinos.
Además de un menor contacto con estos elementos, los cambios de hábitos que os proponemos también ayudan al planeta ya que reduciríamos nuestra producción de residuos plásticos.