Tomar grandes cantidades de leche fresca y sus derivados no ha formado nunca parte de nuestra cultura ibérica (al menos de la Iberia seca). Pero, desde hace más de medio siglo, la industria y los poderes públicos nos machacan con la idea de que los lácteos son fundamentales para nuestra salud.
El consumo de leche en España disminuye sin cesar en los últimos años. Ha pasado de algo más de 3,5 millones de toneladas en 2010 a algo menos de 3,2 en 2017, año en que el consumo medio se situó en 70 litros. Poca cosa si lo comparamos con la espectacular cifra de unos 115 litros a mediados de la década los ochenta. Y es probable que el consumo de leche ronde los 50 litros por persona y año hacia 2025, menos de la mitad de su pico de consumo cuarenta años atrás.
Como es lógico, la industria láctea lamenta esta situación, que se está produciendo a pesar de sus esfuerzos por diversificar su oferta con variantes sin lactosa, enriquecidas con calcio y vitaminas, con extractos vegetales, sabores, etc. Las autoridades sanitarias también han expresado cierta preocupación, basada en posibles carencias de calcio y problemas de mineralización ósea, así como en la riqueza en nutrientes de la leche, especialmente adecuada cuando se trata de niños en edad de crecimiento.
No obstante, este drástico descenso del consumo de leche es una buena noticia. En una sociedad que se supone que se prepara para afrontar su transición hacia la sostenibilidad, habrá que dejar de quemar combustibles fósiles, usar medios de transporte eléctricos, llenar nuestros tejados de paneles solares, exprimir cada gota de agua dulce y también cambiar nuestro modelo de alimentación, incluyendo reducir el consumo de leche.
La leche ha sido considerada tradicionalmente como el alimento fresco por excelencia, el de mejor calidad. No tiene nada que ver con la epidemia de alimentos ultraprocesados que nos asola. La leche de vaca es ordeñada y sometida a un mínimo tratamiento para que llegue a nuestra mesa con todas sus condiciones nutritivas intactas. ¿Por qué deberíamos consumir con más prudencia este alimento panacea? Hay unas cuantas razones.
Si no eres lactasa-persistente (es un término idéntico a “tolerante a la lactosa”), la leche fresca no es para tí. Pero no se trata de ninguna enfermedad, como quiere hacernos creer la industria lechera. Es una simple condición metabólica como muchas otras. Parece ser que las dos terceras partes de la humanidad no son lactasa-persistentes y no tienen problemas de salud por ello.
El mito de la riqueza en calcio de la leche, calcio asociado al mantenimiento de unos huesos fuertes, relacionado a su vez con la amenaza más o menos real de la osteoporosis, hace que una persona “diagnosticada” de intolerancia a la lactosa piense que va a tener problemas. Pero no es así, y de hecho hay información sobre dietas carentes por completo de lácteos y abundantemente dotadas de calcio y de huesos robustos. Es un misterio cómo un país con un 40% de intolerantes a la lactosa pudo alcanzar niveles de consumo de leche fresca (115 litros al año) propios de Noruega, donde esta condición metabólica es casi desconocida.
La industria lechera mueve del orden de cinco o seis millones de toneladas de producto al año, lo que quiere decir que maneja cientos de miles de animales en explotaciones ganaderas, la mayor parte de ellas intensivas. Las vacas son alimentadas con piensos procesados o con el producto de prados profusamente regados con fertilizantes químicos y forzadas a producir mucha más leche de la que darían naturalmente mediante tratamientos hormonales. La leche es una parte de la producción de alimentos de origen animal, y si es buena idea reducir nuestro consumo de carne para reducir nuestro riesgo climático, reducir el de leche es igualmente adecuado.
Las propias vacas son frisonas en alto porcentaje, animales propios de un ecosistema fresco y lluvioso del norte de Holanda. Las frisonas blanquinegras producen mucha más leche que las variedades autóctonas de la península Ibérica, pero con un coste energético considerable, necesario para mantener a su alrededor un remedo artificial de su ecosistema holandés originario.
El sistema de fabricación y distribución de leche fresca es enorme y necesita, además de grandes instalaciones, una compleja red de transporte. El consumo de envases desechables (principalmente bricks y plástico) es por centenares de millones (prácticamente no existe la leche en envase retornable de vidrio). El declive de la leche fresca va acompañado de un crecimiento de los derivados lácteos azucarados, en forma de yogures, natillas, leches fermentadas y postres lácteos en infinitas variedades, que ya son alimentos ultraprocesados, y deletéreos para la salud si se consumen regularmente.
No es cierto que necesitemos dos o tres raciones de leche y derivados al día para estar sanos. Tampoco tenemos que sustituir las supuestamente necesarias raciones de leche por raciones equivalentes de leches vegetales, una industria que está creciendo a gran velocidad, probablemente sin mucha necesidad. En esto como en muchos asuntos relacionados con la alimentación, la evolución cultural nos da una pauta. En la península Ibérica (salvo en el norte lluvioso) el abastecimiento de leche fresca nunca ha sido importante. En su lugar hay una rica variedad de quesos de oveja, cabra o vaca, generalmente lo bastante curados como para eliminar casi toda la lactosa. No tienes más que hacer caso al refrán: come queso todos los días, pero sólo un queso al año.