El futuro de nuestra seguridad alimentaria dependerá de la evolución de tres factores críticos, el cambio climático, la escasez de combustible fósil y el aumento de la población y su concentración en ciudades. De su relación, aceleración y de la respuesta política a los mismos, obtendremos un resultado que configurará una nueva realidad alimentaria, social y de salud pública en nuestras sociedades.
Hay algunas cosas que ya sabemos, por ejemplo que todo el desarrollo de nuestro sistema alimentario globalizado e industrializado que ha crecido exponencialmente las últimas décadas se ha basado en la existencia de una fuente de energía densa y barata, como es el petróleo, lo cual permitió cambios increíbles en tiempo record de nuestras dietas, aumentando sus calorías, la presencia de carne, azúcares, grasas, etc.. Así como la posibilidad de aumentar hasta cifras absurdas la distancia en los transportes de alimentos. Así, por ejemplo, en nuestro país la media recorrida por un alimento que llega a nuestro plato es de 5000 km.
Pero también sabemos que esa fuente de energía comienza a agotarse. Es el famoso Peak Oil y de hecho a día de hoy su extracción es cada vez es más difícil, cara e insostenible desde el punto de vista de impacto en el cambio climático.
Delante de esta realidad, pueden pasar varias cosas dependiendo si el descenso de las reservas de petróleo es lenta, lo cual permitiría implementarse medidas de adaptación de los sistemas alimentarios a la nueva realidad de escasez de estos combustibles, pero si fuera muy rápido y abrupto nos llevaría directamente a un escenario de aumento de precios de los alimentos, falta de disponibilidad y accesibilidad por buena parte de la población, aumentando la inseguridad alimentaria mundial. Es posible que en los países más ricos se pudiera ir absorbiendo el impacto del aumento del precio de la canasta de alimentos, desplazando otros costes, aunque muchos expertos indican que esto tampoco se puede dar por sentado, ya que la crisis de aumento de precios de combustible afectaría a todos los sectores productivos. Pero lo que está claro es que en los países y clases sociales más empobrecidas el impacto podría ser dramático. Sabemos, según los informes del Banco Mundial, que un aumento del 35 % en el precio de los alimentos genera 80 millones de nuevos hambrientos, como ya vimos en las crisis alimentarias generadas por la especulación financiera de 2008 y 2011.
Todo parece indicar que nos podríamos mover en un escenario intermedio, de descenso menos lento del que desearíamos, y con momento de crisis abruptas, lo cual provocaría graves crisis del sistema alimentario. En realidad no hablamos de un futuro lejano, para la mayoría de expertos el momento Peak Oil tendrá lugar en 2030, o antes, por lo cual no se engañen, ya estamos entrando en un escenario de escasez y necesariamente deberemos abrir un proceso de transición hacia otras fuentes de energía. El problema es que para abordar la transición energética se necesita de una inversión colosal de capital para sustituir la anterior matriz y para hacer esta transformación de nuestro sistema alimentario necesitamos un cambio total y radical en las políticas agrícolas actuales. Fundamentalmente, en la PAC europea, dotada actualmente de más de 50.000 millones de euros anuales y lo que supone aproximadamente el 40% de todo el presupuesto de la Unión Europea. Una PAC que las últimas décadas ha estado volcada en la promoción de una agricultura y alimentación industrial, kilométrica, intensiva, dedicada al engorde de la industria cárnica a través del abaratamiento subvencionado del coste del pienso, basada en el uso de fertilizantes químicos derivados del petróleo, centrada en el control de la distribución por grandes empresas y volcada al mercado global y de transporte marítimo de grandes distancias. Es decir, un sistema obsoleto en términos energéticos y negativo si hablamos de efectos climáticos.
Este sistema, además, ha tenido como consecuencia el brutal cambio de patrones de dietas tradicionales que han pasado en pocas décadas de una dietas tradicionales y locales a otras basadas en productos procesados, por tanto una dieta alta en azúcar grasas y sal que ha provocado un impacto insostenible en nuestros sistemas públicos de salud por el aumento de la carga de enfermedad asociada como cardiopatías, diabetes, cánceres, obesidad , etc.. Además, ha provocado una crisis como nunca en la historia de despoblamiento rural. ¿Les suena aquello de la España vaciada, donde tenemos una población menguante y envejecida? Y ya por último: este sistema es el causante del 40% de emisiones de CO2.
Es obvio después de tener estos datos, no se puede poner en duda que necesitamos un cambio titánico y radical de nuestro sistema alimentario, que aparte de reducir su huella ecológica y adaptarse a un futuro sin petróleo, ha de afrontar el aumento de población mundial. La FAO cifra que el año 2050 llegaremos a los 9.000 millones de personas y necesitaríamos aumentar la producción de alimentos en un 70%.
Este enorme cambio ineludible, habrá tener en el centro el acceso de alimentos sanos a toda la población a través de modelos menos intensos en el uso de recursos, más eficientes y más resilientes. Y no sólo porque será muy caro mantener el actual, sino porque es necesario atender y adaptarnos a la realidad de los efectos que ya sufrimos del cambio climático: escasez de agua, degradación de suelos y pérdida de biodiversidad. Nuestro país es uno de los más afectados en cuando a su producción agrícola por el cambio climático, con dependencia de petróleo externo y con una agricultura y ganadería basada en la exportación.
En resumen, si necesitamos aumentar la eficiencia de su uso energético, reducir transporte y uso de químicos, esto quiere decir adoptar modelos de producción agroecológicos, y el aumento del uso de energías renovables. Necesitamos cambios en nuestras dietas, haciéndolas más sanas, menos basadas en productos procesados, menos cárnico dependientes y más regionalizadas, reduciendo kilómetros y aumentando la temporalidad de alimentos y la posibilidad de acceso por precio.
Para todo esto es necesario un gran acuerdo orientado a planificar y promocionar este ajuste. Un ajuste que ha de poner en el centro el derecho a la alimentación, y por tanto la equidad en cuanto al acceso a los alimentos por parte de la población. Una transición justa, que además ponga el modelo de producción en el centro, apostando e incentivado el desarrollo de una agricultura campesina de pequeña escala y revitalizando el tejido poblacional en el área rural.
Los políticos han de ser capaces de dirigir ese cambio anteponiendo el modelo de sociedad que queremos, aquel que asegure y democratice la alimentación. Porqué sino, serán las grandes empresas e intereses económicos quienes aborden este proceso, como de hecho ya están haciendo, porque obviamente no es casual que al día de hoy quienes están adaptando sus dietas a perfiles más saludables, ecológicos y locales, son las clases de mejores rentas de los países occidentales. Quienes se están adaptando y realizando inversiones en nuevas fuetes de energías limpias y renovables, son empresas del agrobusiness que se pueden permitir la inversión y si la tendencia continúa, a corto plazo nos encontraremos que los pequeños agricultores/as y ganaderos/as para poder resistir y pervivir dependerán de los combustibles fósiles, cada vez más caros y de insumos químicos. Apunten este dato, el número total de las explotaciones en la UE se ha desplomado en más de cuatro millones de explotaciones desde el año 2003, un descenso del 27,5% en tan sólo una década. En España la caída es del 13, 4%, y recuerden que la protesta de los chalecos amarillos, prendió por el impacto que tuvo la subida del diésel en la Francia rural. Se trata de alimentación y cambio climático, pero principalmente, de justicia.
Javier Guzmán, director de Justicia Alimentaria.